domenica 7 ottobre 2007

CUANDO UN ONCE COBRA VIDA

Che, no vendrá el profe, me dijo; y yo -lo que más me interesaba en ese momento era saber a qué hora haría uso de mis plagios, en adelante fichas suicidas-, qué chévere, le respondí. Cuando llegué, en el aula sólo estuvieron Alejandra, Karen y Claudio; qué bueno, era cierto lo que me dijo el señor Tijeras, pensé. Entré y sólo dije hola. ¡Hola!, respondieron los tres. Haría un acto heroico si lograra sacarme un 11, me decía a mí mismo, sacarme un tan ansiado y agónico 11, o, como dirían los señores inteligencia, aprobar por aprobar. Obviamente no estaba preparado -nunca llega el tan ansiado día, ese desde el lunes estudio-; pero, tenía en el bolsillo izquierdo del saco la versión en miniatura de mis fichas suicidas, letra 4, times new roman; y en el derecho, los tan tediosos esquemitas. Me senté en la última carpeta de la primera columna; saqué las fichas suicidas que llevé en mi mochila, la versión A4, letra 12, también times new roman; y luego traté de aprenderme las preguntas-respuestas, a ponerme en el estado donde los demás dirían: “¡a chucha, ese pata sí estudia!”. Y la verdad, lo confieso, me desahució haber aplazado el curso de Teoría y gestión de las relaciones públicas II. No había forma de excusarme; pero debo decir que, al haber elaborado mis fichas suicidas, demostré que de algún modo sí soy responsable, aunque traten ustedes de arrebatarme dicho mérito.

Me sentía decaído, necesitaba reanimarme; era tanto el desconcierto que en ese momento anhelaba ser un buen chico y empezar a estudiar en serio; pero no, porque... como dicen, no se le puede pedir peras al olmo. Era ya momento de dar el tan esperado “Examen de aplazados de Teoría y gestión de las relaciones públicas II”; y para hacerlo más desesperante, se postergó para el día siguiente; de todas maneras para mí era igual darlo ese día o al siguiente.

Empezamos a las diez de la mañana del día siguiente, fue jueves; tuve que faltar a las clases magistrales de Fundamentos de Marketing; y fue en vano, porque no llegué a resolver todo el examen. Lo que más me irritó fue no haber usado las fichas suicidas -rayos, descubrí que no soy bueno plagiando-. Todo esto se iba transformando atrozmente en: lo tendrás que llevar de nuevo. La profesora recogió los exámenes; éramos, creo, ocho alumnos de ambas secciones de tercer año; todos estudiaron a último momento -por no decir que plagiaron-, excepto yo, por ¡imbécil!, porque estuve sentado muy adelante, vigilado minuciosamente por la profesora.

Aquella tarde se tornó tenue, llegué a casa con los ánimos de: pucha, lo cagué, ¡qué decepción!; mientras la conciencia me remordía recordé lo que había dicho el profesor Juan Melo Díaz en una sesión académica: “El dolor de la conciencia perdura y duele más que el físico.” Yo ya estaba condenado a esa tortura desde el momento en que había empezado a dar el examen de aplazados.

A veces, un tan despreciado y agónico once cobra vida y echa a volar tan alto que es difícil alcanzarlo, cuando más es codiciado, cuando más es anhelado en situaciones como ésta.

¡Oh, tan ansiado once!, me cagué porque no te saqué en el curso más paja; no te menosprecio como a los veintes, no; y si llego a pasar por una situación similar no dejaré que cobres vida.